El acrecentamiento de los bienes de algunos funcionarios públicos que obran en las declaraciones juradas cuyos montos fueron difundidos a través de los medios, no pareciera sorprender a nadie.
Y lo más lamentable, es que la ausencia de sorpresa revela un acostumbramiento de nuestra sociedad y una gran resignación, a la consagración de las fábulas que nos relatan desde el poder.
Es así que, desde hace algunos años escuchamos con insistencia hablar del discurso de la redistribución del ingreso y con base en dicho principio que opera como fundador del “modelo”, se lanzan acusaciones a los empresarios, y en otros tiempos a la gente del campo, vinculadas a ambiciones desmedidas, a afanes de excesiva rentabilidad y a un individualismo extremo carente de solidaridad e incapaz de tender una mano al que está al lado.
Los oradores de este discurso oficialista, tienen la mágica habilidad de quedar exentos, como si fueran observadores externos a quienes no les cabe ninguna responsabilidad por los deberes cívicos que reclaman con severidad en otros.
Pero esto es una constante en el razonamiento oficialista. Si hay inflación es culpa de los formadores de precios, si hay inseguridad es culpa de las desigualdades sociales heredadas de otros gobiernos, si hay desocupación es culpa de…. Y así, la lista es larga y siempre tiene, detrás de cada situación no deseada, un responsable que nunca es el gobierno, aun cuando esté administrando al país desde hace casi ocho años.
Y entonces uno se pregunta, si los funcionarios que presentan incrementos tan notables en sus patrimonios, y en algunos casos tan vertiginosos, pueden razonablemente discutirles a los jubilados y pensionados sus carencias reales, o debatir a conciencia el salario mínimo. Indudablemente son realidades de vida que desconocen y sobre las cuales difícilmente puedan tomar decisiones equitativas, por cuanto en este país parece que todos somos iguales, pero algunos más que otros.
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